Recuerdos de inundaciones

Con el último frente de mal tiempo que vivimos el reciente fin de semana en Santiago, que provocó el desborde del Río Mapocho, causando inundaciones en Providencia y dejando numerosos damnificados, me recordó una tragedia similar ocurrida hace algunos años atrás. En esa oportunidad se desbordó el Canal San Ramón, comuna de La Reina, provocando la inundación de casas, dejando gente aislada y miles de damnificados. Fue un desastre de proporciones. Por esas casualidades de la vida, o por el imán que llevo dentro, yo fui parte de esa realidad.

Subía por la calle La Cañada, en dirección a los bancos, en un día gris y lluvioso. Mientras esperaba que el semáforo de Loreley diera luz verde, siento un ruido ensordecedor que se acerca, desconcertada abro la ventana y miro en diferentes direcciones para reconocer desde donde viene, cuando logro distinguir, veo que frente a mí, se dirige una verdadera avalancha de barro, troncos, peñascos, hasta un balón de gas que se arrastraba con una fuerza descomunal. Subí el vidrio y me aferre al volante sin saber qué hacer, porque cualquier cosa era NADA en comparación a la violencia de ese alud que se aproximaba.

En ese momento solo me encomendé a Dios.
No, no es así, perdí hasta la fe. Solo invocaba a mi abuela Amalia con quién tenía mucha conexión, a pesar de estar ya fallecida, además que fue casi una Santa en vida, por lo que de seguro se encontraría bastante más cercana al Señor de lo que alguna vez yo podría aspirar. Así fue como esperé lo que para mí claramente era la muerte en ese minuto, pegada al volante y gritando a todo pulmón “¡¡¡abueliiiiita!!!” entré en lo que fue un espiral de golpes y sacudidas, sentía que era arrastrada en sentido contrario al que yo iba, sin clemencia de un lado a otro, con una furia incontrolable, que no tenía fin.

Después de lo que para mí fue una eternidad, el auto se detuvo y el ruido bajó su intensidad. Pensé que había muerto, y me quedé quieta, muy quieta.
¿Esperando?…no sé.
Estaba aterrada, no se veía nada, los vidrios cubiertos de barro espeso, todo era incertidumbre.
Finalmente la curiosidad pudo más. Si efectivamente había muerto, quería saber dónde había llegado, y si estaba viva, en que situación me encontraba. Por lo que poco a poco comencé a bajar el vidrio y lo que vi, fue tan aterrador como lo que sentí.

Me encontraba en medio de un río. Un río de aguas espesas, con residuos y materiales diversos, podía distinguir cerca de mí un refrigerador, sillas, neumáticos, bidones, palos, un velador y un sinfín de cosas imposibles de diferenciar por el estado en que estaban. Más allá un hombre de pie sobre su auto gritaba pidiendo ayuda. Y mi auto estaba milagrosamente detenido por un árbol, de no ser así, hubiera caído a las caudalosas aguas del San Carlos, canal que cruza esa arteria.

Llegaron fuerzas especiales al rescate y carabineros siempre presentes. Por intermedio de megáfonos nos advertían que nadie intentara salir de sus autos sin ayuda, porque el caudal aún tenía mucha fuerza.
Por medio de un sistema de cuerdas los funcionarios se amarraban entre sí y avanzaban con dificultad hasta los autos para socorrer a los aislados.

Cuando ya pude comprender la situación en que estaba, (quiero pensar que me encontraba en shock), me vino una suerte de desconfianza tremenda, una sensación de querer proteger lo mío, y por ende no abandonar la nave; no sé qué tanto cuando mi auto estaba “hecho pelotas”, golpeado entero, con agua hasta la guantera, y para colmo colgada a un árbol…¡A quién quería impresionar!!

Por segunda vez siento que gritan por megáfono, “la persona que está a bordo del Chevrolet Géminis, que se haga presente abriendo la ventana de su coche”; y yo, seguía rumiando, el tango del desconfiado (“lo abandono, y me lo saquean, lo pierdo ”)

Al tercer llamado de alerta, me di cuenta que debía salir de ahí, o moriría de neumonía, así es que tímidamente abrí la ventana y me entregué al sistema de amarre para ser rescatada, la verdad es que no sirvió de mucho porque la fuerza del caudal, me arrastraba igual, así es que terminé “ a caballitos” sobre mi rescatista, quien me llevó hasta el parque que está en altura de Tobalaba, dejándome a salvo. A salvo del agua, pero no de los reporteros que ya habían llegado con cámaras y micrófonos.

“La estábamos observando y usted se negaba a aceptar ayuda para ser rescatada desde su vehículo, ¿a qué se debía esto? Le estamos hablando en directo desde Tarde en el 13” me pregunta un periodista.
¡Qué pregunta y momento tan desubicado!
Le respondo molesta, “¿yo?…¡estaba jugando con barro!”

A esas alturas, yo figuraba con barro hasta en las pestañas, parecía una figura de greda sin pulir, lo único que necesitaba era una ducha.

Caminé por el parque de Tobalaba, hasta llegar a la Avenida Príncipe de Gales, también inundada por el desborde del canal, necesitaba cruzarla para llegar a la oficina de mi papá a contarle lo sucedido. Él debía enterarse, que por fuerza mayor había abandonado mi auto a su suerte, y de seguro él sabía que tenía que hacer. Mi papá siempre sabía, que tenía que hacer.

Los únicos vehículos que cruzaban esa avenida eran los camiones, por lo que detuve a uno y le rogué que me cruzara, me encaramé arriba del gigante, y quedamos en que le tocaría la ventana para que se detuviera un par de cuadras más adelante, y poder bajar.

Así lo hice y justo en el momento que saltaba del camión y tocaba terreno firme, me doy cuenta que mi papá iba saliendo de su oficina y me esta mirando absorto, sin dar crédito a lo que veía. Miguelito uno de los empleados de toda una vida, y que en ese momento estaba a su lado, le dice “no le dije Don Edmundo, que quizás yo sabía donde andaba la Mari metida”.

Fue así como la tragedia que afectó este fin de semana a los habitantes de Providencia, me recordó mi propia experiencia de desbordes, inundaciones y pérdidas.

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